En los albores del siglo XV, la Corona de Aragón se enfrentó a uno de los periodos más delicados de su historia: el llamado interregno aragonés, una etapa de más de dos años sin rey, donde el trono quedó vacío tras la muerte de Martín I el Humano. No fue solo una crisis dinástica; fue un auténtico desafío político que, sin embargo, se resolvió sin violencia, de forma pactada y con una sorprendente madurez institucional.
Todo comenzó a finales de 1406 con la muerte de María de Luna, reina consorte y una de las mujeres más inteligentes y poderosas de su tiempo. A su esposo, el rey Martín I, le quedaba un solo hijo legítimo: Martín el Joven, entonces rey de Sicilia. Sin embargo, este también murió en julio de 1409, dejando tras de sí únicamente un hijo ilegítimo, Fadrique de Aragón, conde de Luna, fruto de su relación con una noble siciliana.
Martín I, desesperado por asegurar una sucesión sin sobresaltos, intentó sin éxito legitimar a su nieto bastardo. Incluso se volvió a casar con una noble catalana, Margarita de Prades, en una operación política más que amorosa, pero el destino fue implacable: el rey falleció en mayo de 1410 sin dejar heredero claro.
Comenzó entonces el interregno. Aragón, Cataluña y Valencia —las tres grandes patas de la Corona— sabían que una guerra por la sucesión era una amenaza real. Por ello, las Generalidades de los tres territorios se adelantaron a los acontecimientos y organizaron una elección regulada. Fue un hecho sin precedentes en Europa: un reino sin rey optaba por una solución pacífica, articulada por sus instituciones representativas.
En febrero de 1412, en la villa turolense de Alcañiz, las Generalidades firmaron la Concordia del mismo nombre, por la cual se establecía que serían nueve compromisarios, tres por cada territorio, quienes elegirían al nuevo monarca. Para ser proclamado rey, un candidato debía obtener al menos seis votos, garantizando el apoyo de al menos una de las tres tierras.
Entre los cinco candidatos al trono estaban algunos con vínculos lejanos, pero legítimos, a la dinastía aragonesa: Jaime II de Urgel, tataranieto de Jaime II de Aragón y cuñado del difunto rey; Luis de Anjou, nieto de Juan I de Aragón; y el ya mencionado Fadrique, nieto bastardo del último monarca. También se presentó el infante Fernando de Trastámara, hijo de Leonor de Aragón —hermana del rey Juan I—, y por tanto sobrino de Martín I.
En marzo murió uno de los candidatos, Alfonso de Aragón y Foix, y fue sustituido por su hermano Juan, conde de Prades, lo que mantuvo el número de cinco pretendientes.
Las deliberaciones comenzaron el 22 de abril de 1412 en la villa de Caspe, a orillas del Ebro. La complejidad del proceso fue grande: no solo había que valorar derechos hereditarios, sino también equilibrio político entre los territorios, la capacidad de gobierno del candidato y, cómo no, sus alianzas internacionales.
Finalmente, el 25 de junio, y apenas tres días fuera del plazo previsto, se alcanzó el acuerdo: Fernando de Trastámara, también conocido como Fernando de Antequera —por su victoria sobre los nazaríes en 1410— fue elegido por unanimidad como nuevo rey. El Compromiso de Caspe se convirtió así en una lección de consenso, institucionalidad y sentido común, algo muy poco común en la Europa de la época.
La proclamación oficial como Fernando I de Aragón se produjo el 28 de junio de 1412, cerrando una etapa incierta y abriendo otra nueva: la entrada de la dinastía Trastámara en la Corona de Aragón, que marcaría el destino de los reinos peninsulares hasta la unión de los Reyes Católicos.
En una época de turbulencias, donde las coronas europeas solían resolverse a espada, la Corona de Aragón dio un ejemplo de sensatez política. La historia de Caspe nos recuerda que, incluso en los momentos más delicados, la palabra y el pacto pueden prevalecer sobre la violencia. Un mensaje que, seis siglos después, aún merece ser recordado.