Que Francisco de Quevedo era un genio de las letras… pues sí. Y un misógino también, porque una cosa no quita la otra. Quevedo era un solterón gamberro y le gustaba serlo; por eso ha quedado para la historia de sus mayores extravagancias hacer lo que hizo aquel 26 de febrero de 1634: se casó.
¿Y a qué venía casarse ahora, si ya tenía cincuenta y cuatro años? Y con una novia que no le gustaba. Una señora que ya no cumplía los cincuenta, viuda, con hijos y viviendo en Cetina, en Zaragoza. Pues eso mismo debió de preguntarse él, porque a los dos meses de la boda salió por pies. A Quevedo lo enredaron, porque solo así pudieron casarlo.
Quevedo, que había escrito en prosa y en verso contra el matrimonio, que cuando no estaba en una taberna estaba en un lupanar, que fumaba como una chimenea, bebía más que fumaba y andaba en líos con una tal Ledesma… ¿qué hacía casándose con más de cincuenta años? Escribió cosas como que «a los hombres que se casan los había de llevar la iglesia con campanillas delante, como a los ahorcados». Y cuando ya se le soltaba la pluma del todo, decía que prefería ver un cura en su entierro antes que en su boda, y que mejor se le helaran la lengua y las palabras antes de dar el sí, y que prefería un bárbaro otomano antes que un himeneo tirano… Y remató con esto: «Entre los acontecimientos del matrimonio, solo el de la pérdida de la mujer no puede ser afrentoso, porque si la mujer es mala, se gana con perderla; y si es buena, con perderla se asegura que no lo deje de ser».
Pues muy bien, pero después de todo esto… fue y se casó. La desafortunada fue doña Esperanza de Mendoza, señora de Cetina, con jugoso patrimonio y carnes que vivieron mejores tiempos. Por aquel entonces, Quevedo había sido nombrado secretario del rey Felipe IV y tenía que mantener las formas. Se hizo amigo del duque de Medinaceli, y la esposa del duque, amiga a su vez de la señora doña Esperanza, presionó a su marido para que presionara a Quevedo y se casara con esta mujer que necesitaba salir de la viudez. El duque de Medinaceli, por no oír más a su esposa, convenció a Quevedo, que se casó aquel 26 de febrero. Dicen que aguantó casado hasta finales de abril, y que no paró hasta que dos años después consiguió divorciarse para borrar esa mancha de su currículum «solteril».