Nunca imaginé que aquel día me llevaría hasta las puertas de aquel lugar olvidado por la suerte, el viejo asilo que se levantaba al borde del pueblo, más conocido por sus muros grises que por las historias que encerraba. El viento traía un murmullo extraño cuando crucé la verja oxidada, como si las paredes quisieran contarme algo antes de que yo entrara.
La encontré allí. Sentada en un banco del patio, con la mirada perdida y las manos temblorosas, como si el mundo se hubiese derrumbado sobre sus hombros demasiado pronto. Mi corazón se encogió al verla: era ella, la única mujer que había amado, la que un día se marchó sin decir adiós.
Me acerqué, apenas susurrando su nombre.
—Por favor, vuelve conmigo, cariño. ¿Qué haces en un lugar como este?
Levantó la cabeza lentamente. Sus ojos, encharcados de lágrimas, me miraron con una mezcla de ternura y derrota. No hizo falta que respondiera con muchas palabras, sus labios temblorosos apenas lograron articular una confesión que me desgarró:
—Cuando tu amor se fue... ya no quedaba lugar para mí. Sin ti, el mundo dejó de tener sentido. Aquí al menos el dolor es constante, no cambia, no se va.
Su voz se quebraba, como si cada palabra pesara toneladas. Me contó que las noches eran largas, que el sueño no venía y la comida no pasaba por su garganta. Que el vacío era más fuerte que cualquier medicina. Y que si no era entre mis brazos, prefería quedarse allí, rodeada de sombras que ya no la juzgaban.
Me quedé mudo. Sentí cómo la culpa se deslizaba dentro de mí, silenciosa y cruel. La mujer que había amado, la que había soñado conmigo, la que había esperado... ahora se consumía en aquel rincón, reducida a suspiros y lágrimas.
Y eso hice. Me dejé caer en el suelo frío, tomé sus manos entre las mías y le susurré con todo el amor que aún me quedaba:
—Sálvame tú también, cariño. No me dejes perderte. Permíteme devolverte a la vida. Prometo que esta vez no me iré.
No sé cómo lo logramos, ni cómo escapamos de aquel lugar y de todo lo que nos había roto. Pero al salir por aquella verja oxidada, ella volvió a sonreír. Y yo entendí que el amor verdadero puede resistir incluso las sombras más densas.
Desde aquel día, cada mañana la miro y le repito, como si conjurara un hechizo contra la tristeza:
"Estoy tan feliz de que nuestro amor siga aquí."