El petrolero Prestige hace aguas. 13 de noviembre de 2002

Corría el 13 de noviembre de 2002, un día en que el Atlántico nos recordó cuán implacable puede ser el mar y cuán frágiles somos ante él. A 45 kilómetros del cabo Finisterre, en aguas batidas por olas de siete metros y azotadas por vientos de 80 kilómetros por hora, un petrolero llamado Prestige, monocasco de fabricación japonesa y veintiséis años de antigüedad, navegaba en una desesperada ruta sur. A bordo, sus tripulantes escucharon una explosión, y lo que vino después fue como si el océano decidiera cobrarse una deuda. El Prestige comenzó a escorarse y a soltar su cargamento de fuel. Desde el primer momento, la tragedia marítima se perfilaba también como tragedia humana y política.

A las tres de la tarde se dio el aviso a las autoridades marítimas españolas. El buque perdía fuel y su situación empeoraba a cada minuto. Sin embargo, antes de poner en marcha cualquier medida de rescate, el capitán griego exigió esperar la orden desde Grecia, lo que llegó recién a las diez de la noche. Para entonces, el Prestige ya había dejado un reguero de chapapote en el agua, un rastro que, en la fría madrugada gallega, llegó hasta las costas de Muxía.

Ahí comenzó el vaivén de órdenes y contramarchas. El Ministerio de Fomento ordenó alejar el petrolero de la costa. Desde ese momento, el Prestige navegó sin rumbo claro: 150 kilómetros hacia el noroeste, luego al sur y finalmente al suroeste, como un náufrago errante. Un espectador de su propia tragedia que, al romperse en dos, dio paso a la catástrofe ecológica más grave en la historia de España.

El Prestige derramó toneladas de crudo en el Atlántico. Y ese crudo, el «chapapote», avanzó sin piedad hacia las playas, estuarios y caladeros de Galicia. Pero en la orilla, en la otra cara de la marea negra, un ejército de voluntarios —gallegos y no gallegos, españoles y extranjeros— empezaron a mancharse las manos, literalmente, por su tierra y por su mar. Miles de personas se pusieron a recoger el chapapote que cubría playas, acantilados y rocas en un gesto de solidaridad sin precedentes.

Frente a esto, el Gobierno de Aznar —que había hecho de «España va bien» su lema— no fue capaz de anticiparse. Primero se acusó a las autoridades de dar una respuesta torpe; luego, de ocultar información. Así fue como, el 21 de noviembre, se alzó una voz poderosa: la plataforma Nunca Máis, una protesta que unió a Galicia y al resto del país en un grito contra la gestión del desastre. Con el chapapote como símbolo de la impotencia y la rabia, Nunca Máis organizó manifestaciones multitudinarias entre 2002 y 2003. Aquellas mareas humanas fueron una imagen que resonó no solo en Galicia sino en toda España y el mundo.

Casi medio año después, la situación seguía siendo calamitosa. El mar, que ha sido siempre sustento y refugio para Galicia, fue esta vez verdugo implacable.