Boda de Alfonso XIII

El 31 de mayo de 1906, en Madrid, se celebró una de las primeras “bodas del siglo”. La ciudad y el país echaron los restos para festejar la unión de su rey, Alfonso XIII, con Victoria Eugenia de Wattenberg. Pocos podían imaginar que durante aquella jornada el vestido de la novia, ya la reina, acabaría manchado de sangre ajena. Fue un siniestro presagio de lo que llegaría después, entre la tragedia griega y el vodevil; el desmoronamiento de una familia por enfermedades crueles, traiciones, desafíos, cuernos, hijos ilegítimos, hasta llegar a la pérdida de la corona, la ruptura y el exilio. 

Se celebró en la iglesia de San Jerónimo de Madrid. El novio, vestido con el uniforme de gala de capitán general, esperó impaciente en el altar a la novia, que se retrasó treinta y cinco minutos hasta revelar su traje de satén blanco bordado en plata, salpicado de azucenas y azahares y con una cola de más de cuatro metros de largo. Tras la ceremonia religiosa, el cortejo nupcial puso rumbo al Palacio Real, saludando a las miles de personas que se habían dado cita en las calles engalanadas hasta la indigestión. 

La comitiva formada por diecinueve carrozas reales, veintidós grandes de España y reyes procedentes de toda Europa pasaba por el número 88 de la calle Mayor cuando se escuchó un estruendo. Veintitrés personas, entre guardias y curiosos, murieron y un centenar resultaron heridas a causa de una bomba que un anarquista llamado Mateo Morral, algo miope, lanzó desde una ventana camuflada en un ramo de flores. La detonación se concentró sobre el lomo de uno de los caballos que tiraban de la carroza real, circunstancia que acrecentó la fuerza de la explosión. 

Los cristales de la carroza real saltaron por los aires y la metralla de la bomba rompió el Collar de Carlos III que llevaba Alfonso. «No es nada, no es nada», tranquilizó el rey a todos, mientras ayudaba a Victoria Eugenia, que tenía el vestido de novia manchado de sangre, a pasar al coche de respeto entre entrañas de caballos y de humanos. De esta guisa se presentaron en una recepción, en honor a los muertos, que sustituyó por respeto al banquete. Todavía con el miedo en el cuerpo se comieron la tarta nupcial, tradición importada de Inglaterra por la novia.