En los convulsos años de la Edad Media, la península ibérica vivía un conflicto constante entre los reinos cristianos y musulmanes, una lucha que no solo era bélica, sino también cultural y espiritual. Torralba de Ribota, una pequeña villa situada en la provincia de Zaragoza, se vio atrapada en uno de esos episodios decisivos.
Era el año 1086, y las tropas moras, al mando de un general con ansias de expansión, cercaban el pueblo de Torralba de Ribota. La población, escasa en recursos, se encontraba al borde de la desesperación. Durante semanas, los vecinos sufrieron los embates de la guerra: hambre, sed y el temor a la inminente rendición o peor, el saqueo y la masacre. La muralla de la villa ya no podía contener el avance enemigo, y la situación parecía sin esperanza.
Los líderes cristianos de Torralba, conscientes de la imposibilidad de resistir mucho más, tomaron la decisión de capitular. Sin embargo, antes de hacer la rendición formal, un último esfuerzo fue planteado. Un emisario, un joven valiente de la villa, fue enviado a las colinas circundantes para negociar con el líder moro. Pero, cuando el emisario se aproximaba a la tienda del general, un grupo de guerreros moros lo interceptó. En un giro sorprendente, los cristianos tendieron una emboscada, lo que permitió al emisario escapar y dar aviso a los pueblos cercanos de Cervera de la Cañada y Aniñón.
Los cristianos de estos pueblos, que habían escuchado rumores del asedio, respondieron al llamado. A pesar de ser enormemente inferiores en número, se unieron para enfrentarse al ejército moro, sabiendo que la supervivencia de Torralba dependía de ese último esfuerzo.
La batalla se libró en el Barranco de Matamoros, un terreno empinado que discurre por las faldas de la sierra de Armantes, cerca del río Ribota. Era un lugar conocido por su difícil acceso, lo que lo convertía en un punto estratégico para una emboscada. La lucha fue feroz, pero algo extraño ocurrió en el transcurso del combate. La tradición cuenta que, en el momento más crítico, cuando todo parecía perdido para los cristianos, una figura celestial apareció sobre el campo de batalla: la Virgen de Cigüela. Su imagen, reluciente y rodeada de luz, se alzó en el aire, y fue entonces cuando los cristianos tomaron un renovado impulso.
La aparición de la Virgen no solo se percibió como un símbolo de protección divina, sino que inspiró un valor y una determinación inquebrantables en los soldados cristianos. La moral de las tropas se elevó, y con ello, la estrategia cambió. Los cristianos, movidos por un fervor religioso y la certeza de contar con la ayuda celestial, lograron desbordar a las fuerzas moras, que comenzaron a retirarse desconcertadas. Finalmente, los cristianos alcanzaron la victoria, logrando expulsar al ejército moro del barranco.
La historia de la batalla del Barranco de Matamoros perduró en la memoria colectiva de la región, tanto en las crónicas medievales como en la tradición popular. La Virgen de Cigüela, protectora de Torralba de Ribota, fue considerada la causa milagrosa de aquella victoria, y su culto creció en la región, consolidándose como un símbolo de la fe cristiana en tiempos de adversidad.
La victoria de Torralba de Ribota fue un punto de inflexión para las comunidades cristianas del área, que veían en la intervención de la Virgen un signo de que la lucha contra las fuerzas moras era justa y respaldada por lo divino. Con el tiempo, la imagen de la Virgen de Cigüela se convirtió en un emblema de resistencia y fe, y la batalla se celebró anualmente en las festividades locales, siempre recordando el milagro que salvó a los habitantes de Torralba.
Hoy, el Barranco de Matamoros es un lugar de peregrinación y recuerdo, donde los descendientes de aquellos valientes soldados siguen rindiendo homenaje a sus antepasados y a la Virgen que les otorgó la victoria. La historia no solo perdura en los relatos de los ancianos, sino también en las piedras que cuentan la lucha de un pueblo que, unido por la fe y la determinación, desafió lo imposible.