El laberinto de los espejos

En un rincón olvidado de la ciudad, entre callejones estrechos y sombras danzantes, se alzaba una antigua tienda de antigüedades. Su escaparate, cubierto de polvo y misterio, atraía a los curiosos como un imán. Nadie sabía quién era su dueño, pero se decía que poseía objetos que desafiaban las leyes del tiempo y la lógica.


Un día, Elena, una joven historiadora, entró en la tienda. Su mirada se posó en un espejo antiguo, tallado con símbolos desconocidos. El anciano detrás del mostrador sonrió y dijo: “Este espejo no refleja la realidad tal como la conocemos. Muestra lo que está más allá de lo visible”. Intrigada, Elena aceptó el desafío. Se paró frente al espejo y pronunció las palabras que el anciano le susurró al oído. Al instante, su reflejo se desvaneció, y se encontró en un mundo paralelo.


Allí, el bien y el mal no eran conceptos fijos. Las almas se entrelazaban en una danza eterna, cambiando de roles y deseos. Elena se encontró con su otro yo, una versión oscura que anhelaba poder y dominio. Pero también conoció a su yo benevolente, que luchaba por la justicia y la compasión. Los votos y proyectos de Elena se desdibujaron en ese mundo. ¿Qué era real? ¿El bien o el mal? ¿Cuál de sus deseos era el verdadero? La dualidad la envolvía como una niebla densa.


En su búsqueda de respuestas, Elena descubrió que el espejo tenía un guardián: El Custodio de los Deseos. Este ser enigmático le reveló la verdad: el espejo no mostraba realidades alternativas, sino las múltiples facetas de cada alma. Cada elección, cada pensamiento, creaba un reflejo diferente. Elena debía tomar una decisión. ¿Abrazaría su lado oscuro para obtener poder? ¿O seguiría luchando por la luz? 


Elena, al final de su travesía en el mundo de los espejos, enfrentó una elección trascendental. La dualidad de su ser se manifestaba ante ella: el lado oscuro que anhelaba poder y el lado benevolente que luchaba por la justicia. El Custodio de los Deseos le reveló que el espejo no juzgaba, solo mostraba las múltiples facetas de cada alma.


En ese momento crucial, Elena comprendió que la realidad no era una línea recta, sino un laberinto de posibilidades. ¿Qué eligió? ¿La luz o la sombra? Esa respuesta quedó suspendida en el aire, como un eco en el infinito.