22 de mayo, una princesa plebeya

¡Ay, España! Un país que nunca deja de sorprendernos con sus dramas palaciegos dignos de una telenovela de horario estelar. En un giro inesperado que nadie vio venir, la Casa Real española decidió que era hora de darle un toque de telenovela a la monarquía. Así, en un acto de audacia sin precedentes (o tal vez simplemente siguiendo el guion de los tiempos modernos), anunciaron el compromiso del heredero al trono, Felipe de Borbón, con una mujer que —¡oh sorpresa!— no tenía sangre azul corriendo por sus venas. La noticia del compromiso del príncipe Felipe de Borbón con Letizia Ortiz Rocasolano, una periodista divorciada y sin un solo ápice de sangre azul, dejó a muchos monárquicos arrancándose los pelos y a otros rezando por la futura Tercera República.

Fue un 1 de noviembre de 2003 cuando la Casa Real decidió anunciar al mundo que su heredero no solo había encontrado el amor, sino que había decidido hacerlo con una "plebeya". ¡Qué escándalo! ¡Qué horror! ¿Acaso Felipe había olvidado su deber real de casarse con alguien que tuviera, al menos, un título nobiliario? No, parece que nuestro príncipe estaba demasiado ocupado alimentando los chismorreos de la prensa con sus romances pasajeros para preocuparse por esas nimiedades.

Claro, su hermana Elena había cumplido con las expectativas casándose con el hijo de un conde, mientras que Cristina, pobre de ella, había osado unirse a un deportista profesional, relegándola prácticamente al olvido en la línea de sucesión. Pero el verdadero terremoto social se desató cuando Felipe, el príncipe de Asturias y heredero al trono, optó por una mujer del pueblo llano. Y no cualquier mujer, sino una divorciada. 

La situación, como pueden imaginar, era más que delicada. El debate social se encendió como la pólvora, con los ultramonárquicos casi al borde del infarto ante la idea de una futura reina que no cumplía con los estándares de nobleza y pureza de sangre. Los juancarlistas, siempre tan pragmáticos, se preguntaban si Felipe estaba jugando un peligroso "juego de tronos" que podía poner en riesgo la estabilidad del Estado. Mientras tanto, los republicanos se frotaban las manos, anticipando que este desliz podría ser la chispa que necesitaban para instaurar su tan ansiada Tercera República.

Finalmente, el 22 de mayo de 2004, Madrid fue testigo del enlace matrimonial en la catedral de la Almudena. Ni la intensa lluvia logró apagar el fervor popular que salió a las calles para ver a la nueva pareja real. Letizia, ahora princesa de Asturias, había logrado lo impensable: convertir un simple título en una tormenta mediática que bien podría haber sido escrita por los guionistas de cualquier drama real de Netflix.

Pero, en el fondo, ¿no es todo esto precisamente lo que hace a la monarquía tan fascinante? Un culebrón constante de amores prohibidos, escándalos y, de vez en cuando, una "plebeya" que se convierte en princesa, dándonos a todos una buena dosis de entretenimiento. Así es, la realeza española: un espectáculo continuo que nos recuerda que, en el fondo, todos somos un poco plebeyos buscando nuestro momento de gloria bajo el sol.