La Gioconda, esa dama de sonrisa misteriosa que ha fascinado a generaciones y que hoy en día atrae más turistas que la Torre Eiffel. Pero hubo un tiempo en que su rostro enigmático no estaba bajo el foco de millones de cámaras, sino escondido en un oscuro rincón, tras el robo más célebre de la historia del arte.
Todo ocurrió un 21 de agosto de 1911, cuando el Museo del Louvre despertó con un vacío inquietante: La Mona Lisa había desaparecido. El robo no fue obra de un supervillano de novela, sino de Vincenzo Peruggia, un pintor de brocha gorda que había trabajado en el museo y que, armado con más audacia que inteligencia, se llevó el cuadro con la intención de "devolverlo" a Italia. Un patriota con inclinaciones criminales, supongo.
Pero aquí viene lo curioso: en la lista de sospechosos aparecieron nombres inesperados, entre ellos Pablo Picasso. ¿Por qué? Resulta que el genio malagueño ya había tenido algún que otro desliz comprando arte de procedencia dudosa. Que conste, no estamos hablando de ladrones profesionales, sino de artistas en busca de inspiración. Eso sí, Picasso y sus colegas fueron pronto exonerados. Aparentemente, robar arte para reinterpretarlo en un lienzo es una cosa; robarlo para venderlo, otra muy distinta.
Dos años y ciento once días después, el cuadro reapareció. El ambicioso Peruggia, incapaz de vender su “tesoro” en el mercado negro, fue capturado tras intentar colocarlo a un marchante en Florencia. El mundo respiró aliviado, y La Gioconda volvió a su hogar en el Louvre, donde sigue sonriendo con esa expresión que parece decir: “¡Menuda aventura la mía!”.
Hoy, mirar su rostro es más que admirar una obra maestra; es recordar que incluso las obras de arte más emblemáticas pueden ser protagonistas de historias dignas de una película de acción. Quién sabe, quizás su famosa sonrisa sea un guiño a su breve y accidentado viaje por el lado más turbio del mundo del arte. El cuadro fue finalmente recuperado el 11 de diciembre de 1913.